Ahí ha quedado como pieza de museo, o peor todavía como banal divertimento para niños y domingueros.
Estos entrañables hierros forman parte de mi memoria como si de mi familia hubieran sido alguna vez. Y en cierto modo lo fueron, pues cuando yo era un niño, las tardes noches de invierno, mi abuelo me llevaba a ver los trenes a la estación del norte. Se llamaba así, por la compañía de ferrocarriles del norte. Mis recuerdos de aquellos años son todos en blanco y negro. Es más, entonces, mi percepción de la realidad era en blanco y negro. Y cuando subíamos las largas escaleras por las que se pasaba de una gran vía a otra, pues entonces todavía no habían hecho el túnel que unía ambas gran vías, allí abajo estaban imponentes, en toda su magnificencia, envueltos en humo y vapor todos esos trenes negros como el carbón que los hace funcionar. Todos, absolutamente todos, negros como la triste realidad, como el inexistente futuro, como las tierras de las que venían y a las que se dirigían, tierras sin más color que el negro. Entonces, todos los trenes eran como este, pero entonces estaban vivos.